1. El arbitraje como medio de
resolución extrajudicial de conflictos.
En nuestro país se regula actualmente mediante la Ley 60/2003, de 23
de diciembre, de Arbitraje; que vino a
sustituir a la anterior Ley de Arbitraje, de 5 de diciembre de 1988, delimitando en su
artículo 2.1 las materias en las que se podrá desarrollar un arbitraje, es
decir, sobre aquellas controversias en materias de libre disposición conforme a
derecho. Esta nueva ley, en palabras de la exposición de motivos de la Ley
60/2003, el “…principal criterio
inspirador –de esta ley- es el de basar el régimen jurídico español del
arbitraje en la Ley Modelo elaborada por la Comisión de las Naciones Unidas
para el Derecho Mercantil Internacional, de 21 de junio de 1985 (Ley Modelo de
CNUDMI/UNCITRAL)”; encontrándonos con numerosos preceptos que reproducen de
manera literal lo desarrollado por la normativa internacional[1].
Al contrario de lo que ocurre con otros medios de
resolución extrajudicial de conflictos, como la negociación, conciliación y
mediación; la solución no viene dada por un acuerdo alcanzado entre las partes,
bien por sí mismas, bien mediante el asesoramiento de un tercero; sino que la
solución viene de manos del tercero imparcial, que dicta una resolución
denominada laudo, y que se impone a las partes del conflicto porque ellas han
acordado previamente acudir a esta institución y aceptar la decisión que
provenga del árbitro. En este sistema, la confrontación que subyace entre las
partes es patente, pues no logran (o ni siquiera intentan) poner fin a sus
diferencias por medio de un acuerdo, y pasan a ser adversarios, aunque siempre
de un modo menos intenso que en el proceso judicial.
Es sabido que la jurisdicción, como tarea
consistente en "juzgar y hacer ejecutar lo juzgado", según el art. 117.3 de nuestra Constitución, atribuyéndose
esta potestad "exclusivamente" a los órganos jurisdiccionales.
La participación de los árbitros, sujetos ajenos a estos órganos, en la función
de resolver un conflicto jurídico, mediante una decisión que goza de la misma
eficacia que una sentencia judicial, se justifica en los siguientes extremos:
de un lado, en que es el propio Estado el que permite la excepción a la
exclusividad de los tribunales en el ejercicio de la jurisdicción, mediante la Ley de Arbitraje; de otro lado,
porque las decisiones arbitrales pueden entenderse sólo como relativas, en la
medida en que cabe su control por los órganos jurisdiccionales; y, por último,
porque los árbitros únicamente intervienen en la parte declarativa de la
función jurisdiccional, en decir lo jurídico en el caso concreto, y nunca en la
vertiente ejecutiva de la misma, para lo cual se exige, sin duda, la
participación de los Tribunales de Justicia.
En este sentido se pronuncia la jurisprudencia del
Tribunal Constitucional en Sentencias como la STC 62/1991[2],
y STC 174/1995[3], entre otras, determinando
al arbitraje como un equivalente
jurisdiccional, mediante el cual
las partes pueden obtener los mismos objetivos que acudiendo al orden
jurisdiccional civil, esto es, la obtención de una decisión al conflicto con
todos los efectos de la cosa juzgada.
Es tradicional clasificar los diferentes tipos de
arbitrajes según diversos criterios. Así, en primer término, el arbitraje puede ser interno o
internacional; y, en este sentido, la LA/2003 define por primera vez cuándo
un arbitraje tiene carácter internacional (art. 3). Basta que en él concurra
alguna de las tres circunstancias siguientes: que las partes tengan sus
domicilios en diferentes Estados (en el momento de celebración del convenio);
o, si tienen sus domicilios en el mismo Estado, que éste sea distinto al lugar
del arbitraje o al lugar del cumplimiento de las obligaciones principales de la
relación jurídica que está en la base de la controversia; o, por fin, cuando
esta última afecta a los intereses del comercio internacional.
A su vez, en función de quién sea el árbitro o
árbitros elegidos por las partes, el
arbitraje puede ser ad hoc, si se
determina que lo sean personas concretas, o
institucional, cuando la elección se hace a favor de una institución o
corte arbitral, que se regirá por su propio reglamento; de este modo, y
conforme al art. 14 LA, las partes pueden encomendar el arbitraje tanto a
corporaciones de derecho público que puedan desempeñar funciones arbitrales,
según sus normas reguladoras (así, las Cámaras de Comercio o, en particular, el
Tribunal de Defensa de la Competencia, o las Juntas Arbitrales de Consumo),
como a asociaciones y entidades privadas sin ánimo de lucro, cuyos estatutos
prevean dichas funciones.
Y según cuál sea el modo de decidir la controversia,
el arbitraje puede ser de equidad,
cuando se permite a los árbitros que resuelvan conforme a su leal saber y
entender, sin necesidad de atenerse a las normas jurídicas que convengan al
caso, o de Derecho, cuando, por el
contrario, el árbitro deba aplicar el ordenamiento jurídico en su decisión. No
obstante debe tenerse en cuenta que dentro de los arbitrajes de equidad no
queda descartada que se resuelvan en base al Derecho positivo aplicable al
caso; ya que no implican arbitrariedad en sus decisiones, y en ambos tipos de
procedimientos el resultado final debe estar correctamente motivado.
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